Nunca me he cansado del masoquismo que conlleva el aprender,
por años he sido formado en la doctrina de colocar la mejilla aunque la
bofetada no sea propia. Empero me faltó recibir la cátedra de humildad
necesaria para aprender a no quejarme. Y después de tanto tiempo de estudios
sobre el amor y sobre mí mismo, se me ocurrió la fatídica idea de buscarla, y
no solo pedirle ayuda para que me amase, sino para solicitarle ayuda para
ayudarme a amar, y haciéndolo del modo más ridículo e inocente que pude rayando
más que en el hambre de conciencia, en la insolencia que fuera tan odiada por
el Rey pescador, la inoportuna escena era como el instante aquel que en lo
lejano alguien le advierte el peligro a otra persona y esta por atender al
llamado es arrollado o destruido por un elemento veloz que pudo haber sido
evadido en soledad.
Y le dije. – Ayúdame, necesito un consejo. Después escuché
que no dije nada, pero mi silencio expresó lo no oído.
Las palabras no necesitan retumbar tanto para que sus
consecuencias lo hagan igual, las palabras en ocasiones no necesitan ser
invocadas para que una tempestuosa respuesta traiga consigo la furia de litros
y litros de respuestas que nos revuelquen por rasposas superficies que pulan
nuestro carácter a la antigua, con cepillo de alambre y solvente corrosivo.
Ella, al ver mi necesidad por la formación me cuestionó
sobre mi petición de un consejo, de una ayuda, de una correspondencia. Me
mostró que yo no le presentaba algo propositivo, nada nuevo, no original, solo
un ente que busca recrear lo que en otros ve como vida y a él se le ha negado,
yo no fui para ella un algo que le invitara a vivir, solo un algo que quería
ser parte de su vida para ser parte de algún tiempo. Y ella respondió
enajenándome la respuesta, tal como sucede con todos los consejos, no te dicen
que debes hacer, sino te muestran como otro hace aquello que tú no puedes. Y me
mandó a dormir
Colocó sádicamente una silla frente a su cama, tal como lo
hice todas las noches anteriores a ninguna en que no la pensara, tal como la
preparaba para velar sus sueños esperando a que despertara y su boca besara en
mi nombre, tal como lo hace alguien para velar por la salud, por el honor, por
la verdad, por la basura que puede ser el ser fisgón.
Pensó que para mi ella era un escaparate, lienzo en el que
yo dibujara cada línea suya a mi propia idea, a mi propia percepción, a mi
propio entendimiento, estaba segura y se mofaba de ello porque detestaba mi
ignorancia pese a saber, que siempre de mí se ha escondido. Y una noche, me iba
a mostrar todo, todo cuanto yo desconocía de ella, su más íntimo espacio, su
gusto en la mente y la cama, no era necesario invitarme a tomar asiento, ella
sabía que era demasiado tonto para no tomar la silla y dirigirme a cubrirme en
sus sábanas. De inmediato me mostró sus gustos, materializados en uno al que si
veía como hombre, uno que no era yo.
Su sonrisa al decirme, --Es mi favorito—iluminaba su
espíritu completo, él no necesitaba ser perfecto, solo ser frasco de aquello
que ella hacía por ser feliz, solo necesitaba de uno que dijera lo que ella,
que le sonriera a pesar de no tener razón de hacerlo, algo que no necesitara en
ningún mundo de la razón, que solo fuera vivo, que viviera, que se alegrara sin
motivo de alegría y en un opulento y mezquino arrebato demeritara la vida ajena
porque no le sonríe igual a él.
Y así un fantasma de antaño comenzó a quitarse las ropas
mientras jugaba a ser un ángel inmerecido para la tierra, una epifanía que hizo
de hojas hierva y regodeándose desnudo se cubría con las prendas que ella
amorosamente le ofrendaba mientras me enseñó cada perfecto cuadro de su cuerpo.
El erotismo se hizo sublime tanto como lo exige el criterio de lo terrorífico,
no podía salir corriendo, tenía que verlo todo, ver su entrega sobre él,
entender el por qué ella se arrodilla, el por qué ella desataba su cariño sobre
un desnudo pecho que servía solo para generar aire que a gritos machacaba al
espíritu humano y enalteció al lenguaje de lo ambiguo, de la perspectiva, de la
doxa melindrosa que se defiende bajo el principio de respeto, respeto por no
ser el primer agresor. Ella, la amada, la inocente, la que me ayudaba, la
mujer, ella por fin tenía control sobre mí al controlarlo con caricias a él.
Mientras ella se levanta, mueve la cadera pero su tronco parece
inmutable, su rostro lo menciona todo, ella no está con él, está pensando en
cuanto la vida le ha puesto frente, siente caricias de fantasmas invisibles
para mí, pero ella lo ve todo. Todo cuanto ha apreciado es su caricia
incorpórea que recorre la cubierta de su corazón, esos recuerdos de antaño son
ahora las manos que la abrazan y contienen en éxtasis, son los recuerdos
propios y ajenos lo que la convierten en una silenciosa partícipe del coito
universal, ya no se trata de un recuerdo sobre una experiencia propia, ella no
es ella sino el ser que dejó caer las ropas, es la fémina que no usa un solo
aroma sino contiene las notas de todos los perfumes, desde las primeras hasta
las séptimas, toda esencia de cualquier olor son secretadas no por su cuerpo,
sino por su memoria, es ella sin cabello despeinado y sin maquillajes, sin su
piel tersa y músculos torneados por el sexo, no se trata de ser ella aún en la
estructura ósea o la médula que fabrica su sangre, ella en su mirada lo dice
todo, es la mujer. Más allá de la mujer símbolo de la fuerza continental ante
la guerra, más mujer que las musas románticas o las doncellas que inspiraron a
los caballeros andantes, más mujer que la representación mariana, más que la
Adelita soldadera, más que la amazona, ella se convertía en la dama más natural
incluso que la salida de una costilla o la que fue hecha del mismo barro que el
hombre para luego ser expulsada del paraíso. Ella con sus pupilas dilatadas era
“La Mujer”, la figura del máximo anhelo humano en un instinto de procreación
carnal e intelectual, su mirada aguda no era más que el recordatorio de todo a
lo que yo no podría acceder desde mis conceptualizaciones, y su placer era que
lo que a ella le dolía entre piernas a mi me doliera en el alma.
Su respiración agitada penetraba mi espíritu una y otra vez
con gestos de orgullo y desprecio, su clímax era la consagración de su odio por
mis intentos parciales, cuando se venció y agachó para dejarse besar con calma
dijo algo que nadie más que yo escucharía, algo que jamás retumbaría en oídos
ajenos ni en el de hombre alguno, pues para entonces a mí no me veía como un
hombre. Esa burla que le hicieron a Cristo en la cruz cuestionándole por su
padre, eso mismo me preguntaba con su sonrisa sarcástica, -¿dónde está la chica
de tus sueños ahora? -- La diferencia era que yo si sabía el por qué me había
abandonado.
Colocó las manos de su amante sobre sus pechos, coloca los
labios de su amante sobre su cuello, coloca su virtud dentro de la propia, todo
lo hace encajar para decirme que cada cosa tiene su lugar en el orden
universal, todo ser tiene su sitio y todo lugar es adecuado de todo cual como
es y está, entonces mi lugar frente a ella como espectador era el único lugar
en el que ella quería que permaneciera.
--¿Necesitas otro consejo?—no lo dijo, pero no hacía falta
que fuera un cuervo sobre el dintel de mi puerta para hacerme pedir que no me
lo diera nunca más y desear que no fuese nunca antes.
Hoy
me dedico a cavar tumbas, algunas para personas, otras para sus deseos, cada
servicio es como un consejo, en cada lamento veo la ilusión perdida, y admiro
al espectro que se ilusiona, porque él no sabe la verdad de porque se fue su dama, su vida, y menos la mía.
*mágenes de la película de Madame Bovary
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