En
días recientes tuve el gusto de saber sobre un logro de una amiga, el cual me
dio mucha alegría. Se trata de un éxito sencillo que, no obstante, la llenó de
un profundo gozo.
Todos tenemos una afición que se refleja en algún
ente al que decidimos conocer en la mayor medida posible; ya sea por admiración
o por proyección, buscamos cada pieza que forme parte de su historia y la
agregamos a nuestro conocimiento, hacemos una colección de recuerdos sobre él. Y
en caso de que nuestra admiración esté enfocada en un escritor, pocas acciones
superarán en gozo a leer un nuevo libro del autor en cuestión. Para quienes
procuramos tener nuestra biblioteca más surtida que nuestras despensas, no hay
mejores joyas que libros que parecían perdidos, de editoriales extintas y
tirajes agotados, y aquellos cuyas traducciones nunca se lograron. Mi amiga
pudo encontrar a través de Internet un libro que ya no se publica, un libro que
le faltaba en su colección y que representaba un hueco en el conocimiento de su
autor favorito.
A muchos nos ha pasado que carecemos de un libro aparentemente
agotado y, sin embargo, no perdemos la paciencia para buscarlo por cielo, mar,
tierra e Internet. Pero, ¿qué pasaría si ese texto faltante no fuera
inaccesible, sino que jamás hubiera sido impreso?, ¿no moriríamos de curiosidad
por saber lo que se escribió y desapareció antes de ser leído? Quizá se trataba
de un esbozo que no prometía mucho, tal vez era “la neta del planeta”, acaso era
ese final con el que fantaseábamos, o decía palabras de consuelo y enseñanzas
perfectas. Eso jamás se conocería.
Por ello escribo sobre algunos textos de los que
simplemente jamás podremos saber su contenido, por no haber sido conservados, debido
a hurtos, naufragios, vetos o meros accidentes.
Los
que la Iglesia no consideró dignos de ser leídos
La
Biblia es el texto base para cualquier asunto eclesiástico; básicamente, se
tiene la creencia de que fue escrito por medios divinos. No obstante, en
realidad es una compilación de documentos judíos y cristianos escritos por
diversos individuos, y atribuidos a santos de distintas épocas (en el caso del Nuevo
Testamento). El proceso no era tan complicado, por ejemplo, una secta cristiana
hacía un escrito y lo presentaba bajo el nombre de un evangelista, si concordaba
con lo dicho por el resto de la comunidad cristiana se institucionalizaba.
Durante el Concilio de Trento se eligió el grupo de
libros que reflejaba el mensaje de la Iglesia de manera más consistente, a fin
de establecer un canon bíblico; aquellas obras que no podían confirmar un
origen apropiado o que contenían ideas contrarias a las de la institución, fueron
descartadas. Algunos de los textos que no se incluyeron en la Biblia hoy en día
son tratados aparte, bajo el nombre de “textos apócrifos”, y aún de éstos no perduraron
todos, de algunos sólo se puede asumir su existencia con base en alusiones situadas
en otros textos. Así pues, hay nombres tentativos de estos documentos religiosos
mencionados en otros, tal es el caso de El
libro de las batallas de Yahvé, mencionado en Números, que aparentemente se trataba de un conjunto de poemas que
narraban victorias bélicas de israelitas con ayuda divina; lo mismo ocurre con
el Libro del justo, del cual algunos
consideran que se rescató el poema llamado “Cántico de Moisés”, que se
encuentra en el Éxodo.
Un cartógrafo y viajero antes de
Mercator
Mercator
tiene fama de haber trazado uno de los primeros mapas con proyección innovadora
que permitió a los viajeros, especialmente a los navegantes, alcanzar sus metas
con mayor precisión. Sin embargo, se dice que antes de este cartógrafo flamenco
vivió un monje que recorrió el océano Atlántico hasta alcanzar el Polo Norte, y
que describió con inusitada precisión la geografía ártica en una obra titulada Inventio Fortunata, algo que podría
traducirse como “el descubrimiento de las Islas de la Fortuna”, y que quizá
hace referencia a esa tradición mitológica que situaba en las regiones más
septentrionales los reinos bienaventurados (por ejemplo, los hiperbóreos).
Un poco por la precariedad de los recursos empleados
en la confección de libros en aquella época (siglo xiv), ninguna de las cinco copias que se hicieron del
tratado sobrevivió, ni siquiera aquella que el propio monje entregó al rey
Eduardo III de Inglaterra.
Más
tarde, un cófrade del autor refirió el contenido de la obra a otro flamenco, un
tal Jacob Cnoyen, quien redactó lo escuchado y lo publicó como obra suya bajo
el título de Itinerarium, éste
también se perdió, no sin antes llegar a las manos de Mercator, quien obtuvo de
ese segundo traslado la pieza ártica con la que completó su mapa mundial.
El borrador de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde
Uno
de los episodios más emblemáticos de la literatura moderna, en donde se
encuentra la disociación entre el ser humano y la parte absolutamente malvada
que habita en él, conoció una protoversión que no fue la que Stevenson dio a la
imprenta. Según se cuenta, el novelista inglés fue presa de un frenesí
literario que lo llevó a escribir cerca de 30 000 palabras en tan solo tres
días. Por esta delirante prisa, el relato de Stevenson está incluido en la
lista de los libros escritos con la asistencia de alguna droga, la cocaína para
ser más precisos, que según se dice impulsó al autor a entrar en ese trance
cruzado de letras, horror, fantasía y claridad psíquica.
Pero dicha versión no es la que conocemos
actualmente, ya que Stevenson la entregó a su esposa, Fanny, para que le diera
su visto bueno. Parecer ser que la mujer no se sintió demasiado convencida y
sugirió a su marido que diera un tinte más moral a la historia. Este juicio
bastó para que Robert Louis entregara su borrador a las llamas de la chimenea,
privándonos así de un posible testimonio de escritura frenética protagonizada
por inefables demonios.
La invaluable maleta de Ernest
Hemingway
La
incursión de Hemingway en algunos de los conflictos armados más cruciales del
siglo xx es bien conocida. Se sabe
que en la Primera Guerra Mundial sirvió como conductor de ambulancia en el
frente italiano, que presenció algunos de los episodios más cruentos de la
Guerra civil española, que tuvo alguna participación en los últimos días de la
Segunda Guerra Mundial y, por si esto fuera poco, que en medio de todo aquel caos
se dio tiempo para escribir las narraciones que harían de él uno de los hombres
más celebrados de la literatura.
Sin embargo, ese Hemingway que leemos y elogiamos
quizá hubiera sido muy distinto si en 1922 su esposa, Hadley, no hubiera metido
en una maleta cientos de manuscritos con los cuentos, fragmentos de novela y
otros apuntes que entonces había escrito Ernest. Hadley, quien se encontraba en
París, había empacado todo esto porque se reuniría con su esposo en Lausanne,
Suiza, a donde llegaría sin la preciosa maleta, perdida o robada en la ruta
ferroviaria que unía ambas localidades.
Hemingway lamentó tanto la catástrofe que, a la
postre, ésta se convirtió en la causa de su divorcio con Hadley.
Con todo, Stuart Kelly, autor de The Book of Lost Books, conjetura que
sin esta pérdida acaso Hemingway no se hubiera convertido en ganador de premios
tan importantes como el Pulitzer y el Nobel, y que tal vez no habría dejado de
ser el escritor mediocre que se limita a corregir sus torpes intentos de la juventud.
El ignorado encuentro entre
Cervantes y Shakespeare
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